EL CUENTO DOMINICANO EN LOS AÑOS 1980-2000, CONFLICTOS Y TENDENCIAS
Ante todo, quisiera situar el punto de vista que he escogido para abordar el tema de estas reflexiones. Considero que, a la hora de hablar sobre los cuentos dominicanos escritos en el curso de los años 1980-2000, es imposible no tener en cuenta la obra de numerosos cuentistas surgidos en el curso de las décadas de 1960 y 1970, quienes, conjuntamente con los narradores emergentes de los 80, exploraron nuevos derroteros que propiciaron una muy necesaria actualización de las modalidades de producción de relatos en nuestro país (1).

El primero de esos sectores estaba compuesto por algunos autores que se habían dado a conocer antes o durante la década de 60, como Efraim Castillo, Armando Almánzar Rodríguez, Marcio Veloz Maggiolo, Andrés L. Mateo —quien ya en 1981, y quizás antes, publicaba cuentos (2)— Manuel Rueda —quien reúne por primera vez en un libro titulado Papeles de Sara y otros cuentos (1985) una serie de relatos de gran calidad que había venido escribiendo a lo largo de su carrera— y Roberto Marcallé Abreu.
El segundo sector estaba compuesto, por una parte, por autores que habían destacado como cuentistas en el curso de los años setenta, como Arturo Rodríguez Fernández, Pedro Peix, José Alcántara Almánzar, Diógenes Valdez y por otra parte, por autores que se habían dado a conocer como poetas en los 70, y que comenzaron a publicar relatos en los 80, como René Rodríguez Soriano, Reynaldo Disla (quien poco después descollaría en el campo del teatro), Aquiles Julián, Ángela Hernández, Rafael Peralta Romero, entre otros.
El tercer sector estaba constituido por narradores que emergieron en la década de los ochenta, como Ramón Tejada Holguín, José Antonio Bobadilla, Fernando Valerio Holguín, Rafael García Romero, Avelino Stanley, César Zapata, Pedro Antonio Valdez y quien les habla. No menciono aquí a aquellos autores que escribieron algunos cuentos de manera ocasional, sino a aquellos que demostraron con el paso de los años una perseverancia y una dedicación particulares a la escritura de relatos.

Como se sabe, un conjunto de factores de índole socioeconómica, sociopolítica y sociocultural incidieron en la serie de transformaciones que se registraron tanto en la escritura poética como en la narrativa durante el último cuarto del siglo XX.
Por ejemplo, la apertura relativa que conoció la sociedad dominicana a partir del final de los doce años del gobierno del Dr. Joaquín Balaguer se expresó fundamentalmente por la vía de una reactivación del comercio, cuyos agentes ya tenían nuevas caras y nuevos escenarios. En efecto, con el retorno al país en esos años de un sector importante de comerciantes que habían emigrado hacia los Estados Unidos y Europa, desde los años finales de la década de 1970 fueron apareciendo escenarios como la Plaza Naco, Cinema Centro, el Cine Triple y los nuevos comercios de todo tipo ubicados en las avenidas 27 de Febrero, Simón Bolívar y Winston Churchill, los cuales terminaron de relegar a un segundo plano a los de la calle El Conde, la cual había sido tradicionalmente uno de los ejes comerciales de la capital, junto con las avenidas Duarte y Mella.
Simultáneamente, el campo de la publicidad impresa y radial, que venía pujando por ampliar sus actividades desde mediados de la década de los setenta, se desarrolló vertiginosamente a partir de los primeros años ochenta, y junto con ese cambio, también surgieron nuevos grupos consumidores, con nuevos hábitos y nuevas necesidades de consumo, forjados al fragor del intenso trabajo de inculcación de valores y patrones culturales consumistas que, desde las agencias publicitarias, las emisoras de radio y televisión y la mayoría de los medios escritos de comunicación, terminaron de dotar a la vacilante clase media dominicana de un estilo de vida más o menos definido, aunque calcado sobre el modelo de las metrópolis norteamericanas. El inicio de ese proceso aparece relatado en la novela de Efraím Castillo titulada Currículum, o el síndrome de la visa (1982), cuya lectura resulta indispensable para comprender muchas de las expectativas y ambiciones comunes a la mayoría de nuestros narradores de aquella década en el campo de la técnica narrativa.

Otro aspecto importante que conviene destacar es que la mayoría de los narradores surgidos en este periodo se movían simultáneamente en campos creativos muy diversos que iban desde la escritura de poemas y ensayos críticos o de reflexión hasta la redacción de textos publicitarios, periodísticos e incluso discursos políticos o didácticos. Esta versatilidad revela una multiplicidad de estilos de vida y una inserción heteróclita y heterogénea de los autores en el campo laboral, casi siempre en empleos que, como la docencia o el sector público, les permitían consagrar una parte considerable de su tiempo a la lectura y la escritura.
En aquel contexto de múltiples forcejeos que anunciaba la llegada definitiva del capitalismo salvaje a nuestras tierras, el maltrecho campo literario dominicano comenzó a perder la última parte del prestigio ideológico que había logrado fraguar a lo largo de la década de 1970 y que había conquistado durante los años posteriores a la Guerra de Abril de 1965. Quedaban, eso sí los suplementos literarios, algunos de los organismos de animación cultural de la UASD, algunas salas de cine, algunos grupos de teatro, de danza y de música. Pero en sentido general, las maneras de hacer realidad el deseo de publicar libros eran entonces prácticamente las mismas que las de ahora: a cuenta propia, apelando al circuito relacional de amigos influyentes en tal o cual institución, recurriendo a compañeros de partido o ganando uno de los premios literarios de la época.

No olvidemos tampoco que, hacia 1960, la tasa de analfabetismo de nuestro país se estimaba en un 35%, mientras que hacia 1993, dicha tasa era de un 19.3% y en 1997 de un 16.4% (3). Este aparente desarrollo no oculta, sin embargo, lo que todos sabemos, o sea, que, en el periodo contemporáneo, el alcance real de la educación formal está muy lejos de llevar a los jóvenes en edad de escolarización a escoger la lectura como una vía para cultivarse personal e intelectualmente. Y ante el inminente riesgo de perder los recursos, el tiempo y los esfuerzos que se deben invertir en la publicación de un libro que solo muy pocos leerán, no puede decirse que haya habido alguna vez en la historia dominicana una época en la que fuera necesario hacer cola para publicar un libro de cuentos…
Así, la mayoría de los cuentistas de la capital que emergieron en el curso de los años ochenta publicaron sus primeros textos en las páginas de los suplementos literarios sabatinos “Aquí”, del antiguo diario La Noticia, bajo la dirección del poeta Mateo Morrison; “Isla Abierta”, que dirigía en el diario Hoy el poeta Manuel Rueda; “Cultura”, dirigido por Bonaparte Gautreaux Piñeyro, así como en las revistas Ahora!, de Ediciones Ahora, Extensión y Scriptura de la UASD. Está de más decir que en esas mismas publicaciones aparecían con mayor frecuencia textos de escritores ya consagrados que los de autores emergentes…
Precisamente, una de las primeras revistas literarias que dedicó un espacio importante de cada uno de sus números a la divulgación de cuentos, aunque de corta duración, fue Letra Grande, publicación editada y dirigida por el Sr. Juan R. Quiñones. El primer número de Letra Grande apareció en febrero de 1980. A partir del número 9, correspondiente al bimestre octubre-noviembre de 1980, el escritor Diógenes Valdez pasó a fungir como sub-director hasta la desaparición de la revista a mediados de 1981.


Ante la ausencia de medios especializados en la publicación de cuentos en nuestro país, algo que el mismo profesor Juan Bosch llegó a echar en falta (4), se comprende que uno de los reveladores de la vitalidad que iba cobrando paulatinamente la narrativa breve en nuestro país haya sido el entonces llamado Concurso Dominicano de Cuentos de Casa de Teatro, el cual, además del aliciente que representaba el dinero aportado por los patrocinadores para los primeros tres lugares, tenía el atractivo de que los diez textos seleccionados por el jurado (tres premios y siete menciones) se publicaban en un libro que, cada año, permitía hacerse a sus lectores una idea aproximada de los distintos rumbos por donde se iba desarrollando la escritura de cuentos en la República Dominicana.
Muchos de los cuentistas emergentes de los 80 que hoy gozan de un merecido prestigio entre nosotros fueron reconocidos en dicho certamen o en los demás premios literarios de la época. Ese fue el caso de Ricardo Rivera Aybar (nacido en 1940), quien obtuvo en 1980 el primer lugar en el concurso de Casa de Teatro con un curioso relato titulado “El curioso y singularísimo informe de Oxry-Ovnimorom”, el cual es, sin duda, uno de los mejores relatos escritos en aquella época.

Algo parecido puede decirse de Arturo Rodríguez Fernández, recientemente fallecido, quien dirigió y publicó en 1980 una obra colectiva y “trans-genérica” titulada Mutanville, la cual podría catalogarse como una novela experimental, si no fuera más bien una colección de textos relacionados por un tema común en la que colaboraron los narradores Diógenes Valdez, José Alcántara Almánzar, Armando Almánzar Rodríguez, Virgilio Díaz Grullón, Andrés L. Mateo, Pedro Peix, Manuel Rueda, Gerhart Schmidt, Manuel Martínez, el poeta Alexis Gómez Rosa, junto con una selección de 21 artistas plásticos.
Cabe decir que Diógenes Valdez y Arturo Rodríguez Fernández eran, junto a Pedro Peix y José Alcántara Almánzar, cuentistas que ya gozaban de un bien ganado prestigio a principios de los ochenta, al igual que Armando Almánzar Rodríguez y Marcio Veloz Maggiolo. Eran sus textos, en efecto, junto con los de René del Risco Bermúdez y Miguel Alfonseca, los que permitían situar el punto a partir del cual se podía comenzar a escribir cuentos en la República Dominicana a principios de los ochenta.
De hecho, fueron ellos y no los narradores que emergieron en esa década quienes asestaron el golpe de gracia al realismo social y al realismo costumbrista que habían dominado en nuestra narrativa durante el largo periodo que va desde 1930 hasta mediados de los años sesenta, y cuyo máximo representante en el país era el profesor Juan Bosch. No puede decirse lo mismo, sin embargo, en lo que respecta a la superación de las barreras del cuento psicológico, representado en nuestra literatura por autores como Hilma Contreras, Virgilio Díaz Grullón y José Mariano Sanz Lajara, entre otros.
Pienso que hay cierta precipitación en algunos juicios que se apoyan en la observancia de los cambios de temática y de cronotopo en nuestra narrativa a partir de los años finales de la década de 1960. En efecto, el hecho de que la acción de un cuento se desarrolle en la ciudad o que sus personajes sean obreros o citadinos y no campesinos no es lo determinante para que el mismo se desligue de su inscripción en el realismo costumbrista, social o psicológico. Sin embargo, el hecho de que la lectura no logre ubicar en una historia eso que el profesor Bosch concebía en sus “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” como la esencia del cuento, es decir: «el relato de un hecho que tiene indudable importancia», eso sí es relevante desde el punto de vista técnico, pues se trata de un aspecto directamente relacionado con el funcionamiento mismo del cuento literario como tipo textual y con una concepción de la lectura como construcción del sentido del texto. No obstante, habría que esperar hasta mediados de los ochenta para ver aparecer textos de ese tipo entre nosotros…
No es casual, en efecto, que uno de los conflictos principales de la mayoría de los narradores que emergen en el curso de los años 80 sea precisamente el hecho de su inscripción problemática como cuentistas en la literatura de un país que había aprendido con el profesor Bosch las características canónicas que definen a los cuentos perfectos.

El otro conflicto importante que afectaba a muchos de los nuevos narradores era de tipo ideológico, ya que el incipiente desarrollo de las relaciones capitalistas a principios de los 80, no tardaría en minar por su base los viejos valores que se sustentaban en la teoría del compromiso político-ideológico de artistas, escritores e intelectuales. Esto último se entiende mejor si se recuerda que varios de los narradores emergentes se habían iniciado en la literatura militando en agrupaciones como el “Núcleo de Escritores Jóvenes ‘Jacques Viaud Renaud’” y el Movimiento Cultural Universitario, y que por vía de consecuencia, la influencia de sus ideas progresistas era todavía patente cuando muchos de ellos pasaron a integrar las filas del Taller Literario César Vallejo (5).

Como ya he dicho, una de las razones que explican la “invisibilidad” relativa de los narradores emergentes en aquellos años era la aparente ausencia de publicaciones en forma de libros de cuentos. Las siempre honrosas excepciones de esto que acabo de decir son Fernando Valerio Holguín y Rafael García Romero, cuyos primeros libros de cuentos aparecieron el mismo año de 1983. Titulado Viajantes insomnes, el libro de Valerio Holguín explora el absurdo cotidiano en una sabia mezcla de prosa poética y de narración que constituirá la marca estilística particular que desarrollaría en su producción narrativa posterior. Por su parte, García Romero publicó ese mismo año su libro Fisión y una plaquette de 8 páginas con el cuento Para un día triste como hoy, el cual incluyó luego en su libro titulado El agonista (1986). Ya en estas primeras publicaciones, tanto Valerio Holguín como García Romero se muestran como los primeros exponentes de lo que, en mi opinión constituye, uno de los rasgos distintivos de la narrativa breve de este periodo, es decir, la tendencia a hacer de la retórica uno de los principales mecanismos de articulación del relato, lo cual se hace evidente en el empleo sistemático de la prosa poética por parte de ambos narradores. Como veremos más adelante, se trata de un rasgo común a la cuentística de los ochenta, de René Rodríguez Soriano y Ángela Hernández a Ramón Tejada Holguín y Aurora Arias.

Así, en 1984, aparecen los libros El taladro del tiempo, de William Darío Mejía Castillo (nacido en 1950), Chisporroteo, de Faustino Pérez (nacido en 1945), Cuentos infantiles y juveniles, de Eleonor Grimaldi. En cierta forma, el libro de Faustino Pérez se emparenta con los experimentos trans-genéricos de los autores de Mutanville, pero también, en virtud de su vocación eminentemente lúdica, con el primer libro de relatos de René Rodríguez Soriano, Todos los juegos el juego (1986), cuyo título, al parodiar el de uno de los libros del argentino Julio Cortázar, anuncia lo que será el proyecto narrativo de este escritor que es, junto con Rafael García Romero, uno de los que con mayor dedicación ha practicado la escritura de relatos en el periodo que nos ocupa.

Como dije antes, este es el momento en que hace eclosión un conjunto de narradoras entre las cuales destacan Ángela Hernández, Emilia Pereyra y, un poco más tarde, Aurora Arias. En 1985, Ángela Hernández publicó un libro de relatos sobre mujeres titulado Las mariposas no les temen a los cactus y luego, en 1986, Los fantasmas prefieren la luz del día. A partir de esa publicación, Ángela Hernández sostuvo una trayectoria ascendente en tres campos creativos a la vez: la poesía, la narración y el ensayo de investigación sociológica, acumulando lauros en cada una de esas vertientes de su talento. Por su parte, Emilia Pereyra, una destacada periodista de varios medios nacionales, quien había sido premiada en varios certámenes literarios en su natal provincia de Azua, y quien desarrolló su obra literaria a cabalidad en la década de 1990, sobre todo a partir de la publicación de su novela El crimen verde (1994), una de las más depuradas novelas policiales que se han escrito en nuestro país.

Esos dos narradores son Aquiles Julián y Ramón Tejada Holguín. Todavía me acuerdo de la emotiva recepción que tuvo el cuento de Aquiles Julián titulado “Mujer que llamo Laura” cuando apareció publicado en uno de los suplementos literarios de la época, luego de su premiación en dicho concurso en 1982, y de los merecidos elogios que le suscitó ese texto a su autor por parte de todos quienes lo leímos. Igualmente, Ramón Tejada Holguín se dio a conocer como narrador de grandes alcances en 1986, con su texto “Así llenamos nuestros espacios temporales”, el cual obtuvo una mención de honor en la versión del concurso de Casa de Teatro correspondiente a ese año en el que los primeros lugares fueron ganados por Rafael García Romero, Pedro Peix y René Rodríguez Soriano. El año siguiente, es decir, en 1987, Tejada Holguín obtuvo el codiciado primer lugar en ese concurso con su cuento titulado “La verdadera historia de la mujer que era incapaz de amar”, cuya excelencia pueden apreciar los lectores contemporáneos, ya que la Editora Nacional acaba de publicar recientemente un volumen en el que se reúne un buen número de relatos escritos por este autor en la década de 1980.


En cambio, como se puede inferir de lo anterior, otras de las líneas de escritura que constituyen la puesta al día del realismo por parte de los narradores los ochenta, como por ejemplo, el acopio de las marcas de la oralidad vernácula y la representación de personajes marginales como antihéroes, encontraron algunos cultivadores en la segunda mitad de los noventa. Algunos, como Pedro Antonio Valdez, la ya mencionada Aurora Arias, y Rita Indiana Hernández, han demostrado estar naturalmente dotados para abordar la escritura en este tipo de registro sin ninguna afectación.
Conclusión
Para concluir una reflexión que, por razones obvias, no puede aspirar a ser exhaustiva, quisiera recalcar un poco sobre lo que, a mi juicio, constituyen los rasgos inherentes de la narrativa producida por los autores emergentes de los ochenta.
Dichos rasgos son, en primer lugar, la sobrevaloración del aparato retórico en la configuración estilística del relato, el que estallan con frecuencia vocablos y expresiones propios de la oralidad vernácula que, por una parte apuntan a una supervivencia del realismo social en la prosa de un Rafael García Romero, de un Avelino Stanley, de un Pedro Antonio Valdez o de un Rafael Peralta Romero, entre otros, y por otra parte constituyen los reveladores semióticos de lo que podríamos llamar los signos de la época, particularmente entre los autores que desarrollan, a distintos niveles según los casos, un proyecto de escritura autobiográfica como los que podemos encontrar en los textos de René Rodríguez Soriano, Ramón Tejada Holguín, Aurora Arias y Ángela Hernández y César Zapata.
En segundo lugar destaca el empleo de algunas de las técnicas de composición textual que habían sido puestas en vigencia por los autores del boom de la narrativa hispanoamericana, como la escritura fragmentada, el collage, el pastiche, la perífrasis irónica o parodia, los cambios frecuentes de planos narrativos, la puesta en abismo, etc. Prácticamente no hubo uno solo de los narradores del periodo que hemos considerado en esta ponencia que no haya aplicado por lo menos alguna de las técnicas enumeradas, aunque es preciso reconocer que las mismas habían comenzado a ser empleadas con éxito por los narradores de la década de los setenta.
En tercer lugar, el desarrollo de los aspectos psicológicos de la narración como la introspección
MANUEL GARCÍA-CARTAGENA. Texto Leído el 21 de octubre de 2010 en el Anfiteatro de la Facultad de Arte de la UASD, en el marco deL Corredor Cultural Sexta Etapa 2010
Notas
1. Miguel Collado dedica a este tema un capítulo de su obra titulada Apuntes bibliográficos sobre literatura dominicana (cf. COLLADO, Miguel: “Narrativa dominicana 80: Breve reseña bibliográfica”, Santo Domingo: Biblioteca Nacional, 1993, pp. 80-105).
2. Ver el cuento de Andrés L. Mateo titulado “Círculo tenso” publicado en la revista Letra Grande, año 1, núm. 11, febrero 1981, pp. 49-50.
3. Perfiles Nutricionales por Países – LA REPÚBLICA DOMINICANA. Agosto 2003 FAO, Roma, Italia. Este documento puede descargarse de la web en la siguiente dirección: http://www.cepis.org.pe/texcom/nutricion/dommap.pdf ) acceso del 5 de octubre de 2010).
4. Respondiendo a la siguiente pregunta de Juan R. Quiñones: “A su juicio, ¿han surgido en la narrativa pocos valores dominicanos de la cuentística?”, el profesor Bosch respondió: “Hay pocos y, en cierta medida, se debe al hecho de que apenas hay dónde publicar cuentos. Pueden publicar en los suplementos de los periódicos, los sábados o los domingos; pero no hay… sin la posibilidad de tener un mercado literario, que un escritor pueda publicar libros de cuentos y vender esos libros, porque el escritor necesita tener el estímulo de un público, de un público que él sepa que existe […]” (cf. Letra Grande, núm. 1, año I, 1980, p. 37).
5. Julio Cuevas, miembro fundador del “Taller Literario César Vallejo”, dedica unas breves notas historiográficas al relato de las circunstancias en que se formó dicho taller.
Estimado Manuel Garcia-Cartagena:
ResponderEliminarGracias por este ensayo, tan repleto de informacion, pero facil de leer,y de profundo analisis. Me ha facilitado mucho mi investigacion sobre las cuentistas dominicanas.
Queda agradecida
Maitreyi Villaman Matos